ClixSense

lunes, agosto 21, 2006

The K'aj





- Así, con esa glotalización angloaymara, se denominará esta sección que abrimos con el relato escrito por Non Grato, el seudónimo de un amigo que conocimos recientemente. Esperamos contar con más textos pero con menos caracteres que el que presentamos ahora para los lectores del blog K. Acaso será el único que tenga semejante extensión. Apostamos por el microrrelato que está cercano al epígrafe o a la sentencia o a la languidez de la razón enfrentada al delirio. El ciudadano K. aguardará dichas creaciones brevísimas y las subirá de inmediato, luego de atravesar la sensatez de su criterio que, de seguro, no será tan apasionado que la del autor o hacedor. La única exigencia es que sean policiales o traten de asesinatos como el que se lanza hoy.


Irreversible

Por Non Grato


Sin poder pensarlo mucho, ese día morí como un imbécil. ¿Quién lo hubiera dicho? En fin, corría el año 19.... y yo era el mejor policía de la ciudad, o, por lo menos así lo creía hasta mi asesinato.

Era soltero, ganaba bastante plata y podía tomar todo lo que quería, en mis horas libres. Mis investigaciones fueron un éxito. A saber, de treinta asesinatos que tuve que investigar en vida, todos los resolví sin recibir ni un rasguño a cambio.

Sin embargo aún quedaba un misterio que necesitaba resolver antes de decidir hacia dónde iría... Como ya deben saber, lo que más me preocupaba, antes de escoger el sendero entre el cielo y el infierno, era descubrir quién me había asesinado.

Comencé a reflexionar (seguramente la última bocanada de oxígeno aún hacía maquinar mi cerebro antes de la expiración) y un montón de rostros acudieron a mi mente. Estaban los más de quince asesinos en serie que había logrado capturar en mis otros tantos años de vida profesional, pero sabía que continuaban entre rejas. También desfilaron ante mi mente mis mayores enemigos, los reporteros, que en vida había logrado conseguir que me odiaran por resolver demasiado rápido mis casos... lo suficiente como para ganarme un hueco en su enviciado intelecto. Pese a que iba atando lazos no logré nunca hilvanar lo suficiente como para descubrir quién pudiera ser el responsable. Dándole vueltas a la cabeza, llegué a mi primera conclusión: el asesino no podía haber sido un periodista. Se necesitaba demasiado intelecto para un trabajo así.

Como buen policía que me consideraba, traté de volver a la escena del crimen, ya que no podía verla de nuevo con mis propios ojos. Esto de la muerte no es como uno siempre lo supuso: no sale el alma de tu cuerpo y vas subiendo lentamente hacia el cielo. No, nada de eso. Simplemente se apaga la luz y no ves más. Bueno, traté de refrescar mi memoria, que por suerte seguía siendo tan buena como siempre, y rememoré mis últimos diez minutos de vida.

Me encontraba sentado en mi escritorio, en mi oficina. Serían cerca de la 1.30 de la madrugada. Me acuerdo, porque cinco minutos me tomé mi último té con té, el que siempre tomaba caliente, pero que me lo trajeron helado. Con ese detalle comenzaron los sucesos a desencadenarse. Me levanté molesto y, tambaleándome por el exceso de alcohol, me fui a la cocina para buscar a la camarera. No estaba. La llamé. No contestó. “¡Qué raro!”, recuerdo que pensé. Sin embargo, no le di importancia y regresé a mi escritorio.

Antes de entrar me paré en la puerta tras escuchar algo parecido a un fogonazo y luego percibir un olor extraño. “¡Alguien había entrado en mi oficina!”. Mi corazón comenzó a latir más rápido y traté de mantenerme todo lo calmado que pude pese a mi estado etílico. Lentamente, desenfundé mi revólver y eché un vistazo rápido, sin entrar aún, al interior de mi escritorio. No logré ver nada sospechoso. Nada había cambiado y, a no ser que la persona que hubiera ingresado a la pieza pudiese caber en un cajón de mi mesa, no había nadie allí aparte de mí. Mi primer error.

Mi intuición me dijo que algo seguía estando mal porque mi sentido del olfato me confesaba que ese aroma continuaba ahí. Se me ocurrió una idea. Me situé sobre la pared, al lado del marco de la puerta, y saqué mi espejo extensible investigando más lentamente el interior de mi escritorio. La mesa de roble, la silla metálica, el cenicero atestado de puchos, mis informes desordenados en la estantería, mi botella de singani casi vacía y, cómo no, mi k´aj esperándome. “Todo está igual”, volví a pensar. Mi segundo error.

Replegué mi espejo y, como quién no quiere la cosa, encendí un derby rojo y, posteriormente, agarré fuertemente mi revólver y lo trasladé a la parte superior de mi pantalón. Mi tercer error, y, a la postre, el que me llevaría más rápido a mi estúpido deceso.

Entré con resolución y escuché, como si ahora mismo lo oyera, algo que comenzó a gotear. Eché un vistazo rápido y lo vi. Una sombra larga, tras la puerta, delató que alguien estaba ahí. -No, me di cuenta que mi memoria estaba comenzando a fallar. Discúlpenme, esto de la muerte afecta a los sentidos-. En fin, fue al revés, primero vi la sombra, posteriormente escuché un gran ruido y luego el tic, tic de algo que goteaba y a lo que no le presté atención inicialmente.

Me acerqué a la puerta y, pendiendo de un colgador, estaba un largo abrigo desconocido que era el causante de la larga sombra que había visto. Escuché un ruido y giré 180 grados. “¡Alguien se había tomado mi k´aj!” (1), observé sorprendido. Comencé a caminar pero no pude hacerlo correctamente ya que, en lugar de dar un paso, lo único que pude hacer fue resbalar y tambalearme. Caí como un fardo... en mi propia sangre.

Desde mi posición sólo pude escuchar lo que se desarrollaba a mis espaldas y ver lo que tenía en mi delante. Detrás de mí alcancé a oír un rumor como de risas que se alejaban presurosas de mi cabeza. Luego silencio. Miré de nuevo y, aparte del charco de hemoglobina que se iba agrandando poco a poco y en donde se apagó mi último cigarro, sólo había dos casquillos de bala aún humeantes.

Fue ahí cuando me sentí realmente sólo. Nunca me había pasado eso. Nunca pensé en mi propia soledad o, quizás sí, pero no tan concretamente como hasta ese entonces. Mi borrachera se me escapó tan rápidamente como mi vida.

Ahora, a las puertas de mi última decisión, reconozco el olor que me hizo dudar y con el que supuse que un extraño había ingresado en el escritorio: era sangre, mi propia sangre mezclada con un ponzoñoso aroma a pólvora. Y entonces, supe que mi mano, la que había apretado el gatillo dos veces, fue la causante de mi torpe muerte.

Notas:
1) K´aj: Expresión de bar. Shot o trago corto de singani que se toma seco, de una sola vez.


E-mail para enviar microrrelatos policiales:
gayoajenjocafe@yahoo.com

El post es iluminado por:
http://phototravels.net/venice/ivp/italy-venice-p-81b.html

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